Sunday, April 16, 2006

El agua

En sólo cuestión de minutos la luna desapareció sepultada por una espesa masa de nubes blancas percudidas, dando inicio oficialmente al día. Todos estábamos sobre la arena de Punta Hermosa mirando una y otra vez como iban y venían las olas, llenando con conchitas y piedritas una botella vacía de cerveza, escuchando a alguien hablar sobre Eddie Murphy, sobre lo mucho que le gustaba el doblaje al castellano de Eddie Murphy: ”el tipo es pésimo, pero en castellano es increíble, soy fanático del que lo dobla”. Una risa, dos risas, tres risas. Suficiente. NO daba para más.
La fiesta en la casa se había acabado hacía una hora, o algo más. En caravana, algunos nos fuimos a ver el mar. Esa cosa romántica y gelatinosa que significa ir a ver el mar. Y nos quedamos allí. Viendo, beviendo, confundiendo una cosa con la otra. Hasta quedarnos dormidos.
En determinado momento subí hasta el borde de la pendiente para ver a mis amigos recostados sobre la arena. Al observarlos desde allí me acordé de una película llamada Begoten, allí se ve a unos seres que uno no puede determinar si pertenecen a una raza primigenia o si son los últimos sobrevivientes luego del Apocalipsis. Por un momento mis amigos me resultaron seres que habían colonizado la playa, que se habían integrado a la arena y al mar. Por un instante pensé también en los Nautiloides.
Pero nunca apareció un barco, ni a mis amigos les crecieron membranas, ni oficiaron rituales sangrientos, ni vimos a ningún dios-que-se-mata-así-mismo. Así que bajé de mi nube. Lo más cercano a la irrealidad que ocurrió fue que desapareció un vodka. Entero. Y nadie sabe como. Lo habían llevado para beberlo en la playa y este, con sólo un vaso servido, de pronto se esfumó. No pudo llegar hasta el mar pues estábamos a muchos metros de este, por lo tanto debía estar metido entre la arena, pero nunca apareció.
Luego todos nos levantamos y cada quien encontró su camino. Me fui a casa temprano. Debían ser las siete de la mañana tal vez. Dos horas de viaje. Dos horas dormido en el asiento delantero de una combi. Cuando llegué, mi madre y mi hermana se preparaban para ir a hacer su periplo respectivo. Las habían invitado a pasar el día a El Silencio. Dormí tres horas más y luego dejé pasar el rato escuchando música y acabando de leer un libro. A las cinco de la tarde me fui a Miraflores a visitar algunas galerías de arte que esperaba se encuentren abiertas. No fue así. Mientras iba yendo de un lugar a otro tuve un raro encuentro con fugas de agua. Subiendo por Comandante Espinar al Óvalo Gutierrez vi un tanque reventado en una esquina, botando un chorro enorme que convertía a la pista en un verdadero río. Me costaba creer que alguna calle de Miraflores estuviera alguna vez emposada de agua, pero así fue. Unos adolescentes en bicicleta emocionados por la aventura empezaron a cruzar una y otra vez, excitados de comprobar las bondades de sus montañeras todo terreno. Luego, ya cerca del Óvalo Gutiérrez, en una callecita colindante vi la cosa más artística que jamás he visto en mi vida en Miraflores. Qué galerías ni que Miro Quesada ni que ocho cuartos. Una tubería se había reventado justo en la fachada de una casa, de modo que, cual evacuación diurética, se elevaba por los aires un chorro majestuoso de agua que bañaba la ventana y el auto estacionado en el pequeño jardín. Por un instante dudé y creí que el sistema de riego se les habría estropeado pero grande fue mi sorpresa cuando vi que no había ninguna manguera ni caño abierto sino que el chorro provenía del medidor de agua cuya tapa había sido volada, dejando que la tubería rota y descontrolada bañe todo el lugar. El paisaje me parecía fascinante. Imperturbable como buen anochecer de un sábado de gloria. Me quedé contemplando un rato. Parecía que no había nadie en aquella casa. La gente pasaba haciendo una curva.
He visto muchas tuberías rotas, muchos fugas de agua, gente poniendo saquillos de arena a sus puertas, aguas negras correr llevando enfermedades, pero esto me pareció de una belleza casi celestial. El agua era cristalina y se esparcía dejando que la luz atraviese cada gota generando efectos prismáticos. La caída contra el auto y la ventana emulaba el sonido crocante de la lluvia sobre los árboles. Parece que exagero, pero no, era un espectáculo de reales dimensiones olímpicas. El anónimo autor de tan fastuoso evento debe sentirse orgulloso. Su trabajo a diferencia de tantos otros no sólo se reducía al mero acto provocador, a la mera intervención per se, “que malo soy” o cosas por el estilo. En su provocación había una búsqueda obsesiva de plasticidad, de equilibrio formal. Es lo que en buen lenguaje podríamos llamar un esteticista. Pero aquello era lo obvio. Lo complejo radicaba en la forma como articulaba discursos que venían de igual modo del land art, la escultura contemporánea, cierto hiperrealismo, el minimalismo, el arte conceptual, la performance y la imagen publicitaria. La acción del individuo parecía reducirse a una instrucción que podría sintetizarse así: “profane un medidor de agua, rompa su tubería y dejé que los chorros bañen los alrededores.“ Ignoro si era en el terreno del lenguaje donde al anónimo autor le gustaba moverse, en los intersticios, si de existir una instrucción previa, por ejemplo, descubramos que todo esto se trataba de una performance musical como las del viejo Paik. Nunca lo podremos saber y quizá allí radica lo extraordinario de todo esto: el autor como una entidad subversiva y anónima que a su paso por la ciudad deja su huella catastrófica pero llena de belleza. Aparentes hechos fortuitos que de pronto reconfiguran nuestro paisaje cotidiano y lo vuelven hermoso en su terrible realidad. Y es que no sólo somos expuestos a la fragilidad de las construcciones donde vivimos sino también al deterioro que carga nuestra urbe. Metonimia de una ciudad. Un chisguetazo como síntesis del tiempo que se pierde y no vuelve. La erosión. Una fuga que los barrios más pudientes no pueden esconder. Cambian los elementos, el espacio, el distrito, pero la acción simbólicamente se efectúa, los hechos ocurren y connotan, el agua fluye, chorrea, como signo que quiere establecer un nuevo punto de partida, un cauce nuevo, una transformación: un ejercicio de limpieza.

Absorto y conmovido abandoné el lugar. Estaba hecho una centella y tenía tantas ganas de contarle a la gente lo que acababa de descubrir. Pero no dije nada a nadie, y creo que nadie parecía notarlo. Quizá algunos que pasaron por allí se habrán llevado una grata impresión. Otros quizá vieron el chorro y les pareció pintoresco o les molestó simplemente que les salpicara el agua.
Llegué a mi casa por la noche. Había estado caminando por más de tres horas de un lugar a otro. Estaba cansado. Encendí un rato el televisor y vi que estaban dando un programa cómico, se trataba de una secuencia en la que había un concurso de comediantes. Algunos de los chistes estuvieron buenos. Mi papá se reía desenfrenadamente. Al acabar el programa a él se le ocurrió contarme algunos chistes también, ya que estábamos en el tema. Estuvo sin gracia, pese a sus reiterados intentos y entonces prefirió hacer un gesto: alzó un puño y me dijo ¿sabes qué es esto? No, le dije. Y colocó sus dos puños, uno pegado al otro, y dijo: es la mitad de esto. Tras un rato de silencio, me empecé a reír y no sabía exactamente porqué.