Wednesday, November 24, 2004

Días de Santiago: alguien te mira por atrás

Casi me pierdo Días de Santiago. Pude verla en su última función en el Centro Cultural Pucp (la única sala en Lima donde los baños tienen deodorizador con olor a frambuesa). Pensé encontrar la sala abarrotada y por ello acudí temprano, casi con una hora de anticipación. Pero, ya sentado en la butaca, conté apenas 20 personas dentro de la sala. Extraño, ya que se trataba de la última oportunidad para ver la película, además que esta era la única sala donde todavía la daban. En fin, tendrá que ver con el hecho de que 3 personas se salieran antes de que termine la proyección. Por mi parte la experiencia fue grata. Salí del cine y tenía la certeza de que Josué Méndez realmente conocía la ciudad, había vivido en ella. No pude evitar contagiarme de la paranoia que te transmitía, de pronto observaba a la gente caminar y desconfiaba de todos y a la vez tenía lástima por todos. Aunque estaba caminando en las calles de San Isidro, sabía que ni a ellos les era ajeno la podredumbre de la que estamos rodeados ni la sensación de asfixia que puede producir un periplo limeño. Tenía ganas de patear los autos, y si en ese momento veía a alguien correr iba a tirarme a los arbustos en busca de refugio. Ese trayecto de Comandante Espinar a Pardo ha sido el más desencantado y horroroso que he tenido hasta ahora.



Me había sorprendido la atmósfera opresiva de la película. Sucede que en el cine peruano Lima siempre ha aparecido como un decorado. Toda su decadencia y marginalidad ha sido sólo la escenografía para historias que eran traducciones, a veces más logradas que otras, de westerns y policiales. En cambio en Días de Santiago la ciudad cumplía un rol esencial: era el antagonista por excelencia. El cine peruano ha estado lleno de intentos fraudulentos de Robert de Niros tercermundistas y de galanes hollywoodenses de mala muerte, y así, la tipología de los personajes en el cine nacional pocas veces ha sido generada por su propio entorno y más bien han sido versiones locales de personajes tipos, sea de cine gringo o europeo (para que luego no digan que no soy consiente de la cultura cinematográfica de nuestros directores). Recuerdo un artículo que escribió Sebastián Pimentel donde sustentaba porqué el cine peruano era malo y decía, si mal no recuerdo, que las historias que suelen desarrollarse en nuestro cine poco tienen que ver con la realidad socio/cultural que vivimos. Y ahora le encuentro más sentido a esas palabras, pues en efecto, si algo me fascina de Días de Santiago es que da vida a un personaje tipo auténtico, un limeño tipo, llamado Santiago, el primero en su género.
Y eso le da a la película una verosimilitud nunca antes lograda por el cine nacional. Más de una vez he preguntado ¿cuál es el problema con las películas que se hacen aquí? y la respuesta ha sido unánime: no te la crees, sabes que están actuando, sabes que las cosas realmente no son así, te están mintiendo, dándote gato por liebre. Ni las vacas sagradas se salvan de entrar en ese saco.
En Días de Santiago veías a un personaje atrapado en su ciudad, en una Lima pobre y sucia. No es ninguna novedad, Lima es una mierda, lo sabemos, pero aquí era más que eso: era una mierda gigantesca. El director te mostraba una ciudad donde ya no hay salvación, donde todo se ha ido el diablo, donde reina el hastío, la indiferencia y la desesperación. Santiago es un personaje complejo, un tipo preso de la paranoia de ser un excombatiente, y cuyas esperanzas se frustran ante una agobiante realidad que no puede evitar, su lado animal lo traiciona, y en la jungla citadina sabe que tiene que ganar pero sólo sabe perder. La película está más allá de ser un retrato de un sector social, porque habla esencialmente del desencanto y la inseguridad. Lima es como caminar en campo minado y de eso nadie se escapa.
Días de Santiago tiene además un tratamiento interesante, el indicado para mostrar aquello que percibimos: nuestra ciudad es gris, y el director sacrifica toda la gama colorida de nuestro paisaje urbano tan representativa, para repotenciar esa visión. Los avisos multicolores, la cargada información que se mezcla entre carteles, combis, y gente caminando en el centro, queda de lado para sólo tener el esbozo de una ciudad que ya no puede más. Los planos son aberrantes muchas veces, pero no caen en el cliché videclipesco, hay también tomas largas, ejercicios notables de composición y de buen ojo para arrancarle algo de belleza a lo que parece una ciudad en escombros.





En algún momento se cuela un tema de Manganzoides mientras Santiago camina por las calles. No es menos significativo que la banda que mejor ha retratado a la Lima actual sea quien aporte el único tema rockero de la película.

Si bien Días de Santiago peca de apresurada en sus momentos finales, esa vehemencia no deja de ser también significativa: el director se convirtió en Santiago y quiso, de manera violenta, ponerle fin a las cosas, no sin dejarnos la sensación de que estas continúan, que aquí la historia aún no ha terminado.