Monday, January 07, 2008

El deseo, el deseo, el deseo


Entre lo mejor del año, para mí, están mis horas dedicadas a leer. Sobre todo libros de poesía. Este año descubrí a muchos autores, entre ellos a Juan Eduardo Cirlot, a quien ahora leo con devoción, tal vez porque su musa Bronwyn resume muchas obsesiones mías: “Bronwyn/no salgas de las aguas, no abandones/ tu imagen incendiada hace mil años. /Ven hacia lo que no puede tocar ni el sólo pensamiento”.
Bueno, esto es a lo que podríamos llamar un caso de platonismo extremo, un amor desmedido por lo que no llega (y no llegará). Como vivir permanentemente acosado por el deseo.

AL ENCUENTRO DE LO REAL

El seminario del año fue el de “Lacan y la arquitectura”, organizado por Paulo Dam en el Centro Cultural de la Católica. Durante tres días unos brillantes Mario Montalbetti y Jean Stillemans le daban sentido a la idea de que la arquitectura pueda entenderse como un discurso, usando para ello teoría lacaniana.
Me quedaron muchas ideas luego de asistir al seminario, muchas preguntas y una lista enorme de cosas por leer.
La historia de Zeuxis y Parrhasios fue aludida en reiteradas ocasiones. Es la historia de los dos pintores que hacen un concurso para saber quien es el mejor. Llegado el día cada uno presenta sus pinturas cubiertas bajo un velo. Zeuxis es quien la descubre primero y muestra la imagen de un racimo de uvas tan bien pintado que unos pájaros que volaban por ahí se lanzaron sobre el lienzo. Luego fue el turno de Parrhasios, a quien le piden que descubra el velo para mostrar su obra, cuando él entonces dice: “yo he pintado el velo”.
Parrhasios pudo engañar a los hombres, Zeuxis sólo pudo engañar a los animales, en teoría Parrhasios debería ser el ganador, pero ¿por qué?

*

Lo real, en términos lacanianos, si entendí bien, es aquello con lo que no podemos tener un encuentro, es una dimensión de ausencia, lo que falta, un resto que no podemos definir y sólo podemos saber de esa ausencia, de ese vacío, a través de la dimensión de lo simbólico (la dimensión de la representación, del lenguaje), que junto a la dimensión de lo imaginario constituyen al ser hablante. Montalbetti dijo “si no tenemos lenguaje no nos va a faltar nada”. O sea es porque hay lenguaje que tiene que haber esa dimensión de ausencia. Estas tres dimensiones (lo real, lo simbólico y lo imaginario) están entrelazadas como el nudo Borromeo entorno a un objeto a, que por lo que entiendo, es el goce pendiente.



Se puede ver que los anillos están entrelazados y que si cortas uno todo el nudo se deshace.

TILSA EN LA LLAMA DOBLE

Iniciaba este post con un aparente recuento de lo mejor del año. Aparente porque en realidad prefiero hablar sólo de las cosas que llamaron verdaderamente mi atención y entre ellas estuvieron los libros de poesía que leí y que me dejaron pensando en muchas cosas, lo cual supongo debe ser bueno: Horoskop de Jose Carlos Irigoyen (El billar de Lucrecia), Los Ríos en Invierno de José Miguel Herbozo (Fondo Editorial Pucp), Indivisible de Tilsa (Album del Universo Bakterial). Empezaré por el libro de Tilsa.
Tilsa es una joven poeta (y lúdica blogger) que puede ser ubicada generacionalmente al lado de Cecilia Podestá, Andrea Cabel y José Miguel Herbozo, entre otros, digamos, poetas nacidos en el primer lustro de los 80s. Publicó en el 2004 su primer poemario Mi Niña veneno en el Jardín de las baladas del recuerdo, con la editorial Album del Universo Bakterial, que tuvo una gran acogida. Ahora ha publicado su segundo libro: Indivisible.
En línea general es un libro sobre el ya no poder (o no haber podido) contenerse, un libro sobre el placer y sobre la tentación consumada que lleva a él. Un límite que superado genera toda una revolución personal: “y ya no pude contenerme/el universo invadió cada rincón/creando nuevas colonias dentro de mí”.
El personaje, digamos “Tilsa”, está en su remolino de desconexión e integración a esas cosas placenteras que la invaden, la asedian y finalmente la controlan. La libertad que experimenta, a la que se ha entregado, es tan grande que la rebalsa y es una libertad que lo contiene todo, lo bueno y lo malo (la imagen de la serpiente resuena en todo esto: “la serpiente/ la línea que ordena tus días”). Es una actitud sana, el deseo mueve al mundo y uno debería estar acostumbrado no sólo a desear sino también a ceder a las tentaciones y electrocutarse finalmente con el placer. El placer en un sentido amplio, de realización. Y “Tilsa” cede absorbida ante el hechizo, encantada, narcotizada por aquello que la tienta. Como Eva dulcemente derrotada frente a la manzana.
Y de ese control que rompe entra a uno nuevo: “oh sí/ se siente tan bien/ que tu actitud domine mi mundo”, “Gestioné todo mi Amor desde que rompiste las reglas con las que dios medía mi habitación y me arrastraste por el suelo dándome a conocer una mejor calidad de vida, vistosa a todas luces, clavada en mi inocencia ilusa que salivaba con demencia”. Esta parte de los poemas me gusta bastante, ese jueguito del sometimiento funciona bien, perturba los roles y en el fondo no se sabe quien controla a quien, si uno es libre o esclavo en el placer. Recordé ese poema de Cernuda que dice: “libertad, no conozco libertad sino la de estar preso en alguien”. Tal vez tenga que ver con eso: ese nuevo territorio de libertad adquiere la forma de un refugio, sentirse dentro de alguien es ser preso o protegido, guiado. La cosa es no estar a la deriva.
Hay dos planos en todo esto. La cuestión que tiene que ver con el deseo y lo que tiene que ver con lo que se encuentra dentro de él: “Tengo miedo de mi mente/ cuando me engaña, me dice sí o no”. Y es que siempre volvemos a esa doble dimensión que canaliza el deseo, ese juego permanente de la duplicidad que arman ese gran todo insinuante que es lo que invade a “Tilsa” y la perturba. Un sí y un no, libertad y prisión, placer y dolor, tú y yo, dos lados del cerebro, siempre dos cosas inseparables, siempre dos opciones que llegan juntas y que sería bueno que no confundan pero parece que es difícil, siempre estarán las dos actuando al mismo tiempo. Y ese creo que es el quid del asunto: vivir en lo indivisible es saberse expuesto a múltiples estímulos que se confunden entre sí, como entrar a un remolino de azares, pero es también apostar por la aventura, y la aventura más que un punto de llegada es un proceso: “Hey, así trabajamos en Indivisible/No precisas una respuesta/el tiempo sobra/la inmensidad es nuestro proveedor”, “Oh sí/todo lo que quieras/ pídelo/y después haz otra cosa”.

Hay un tono desafiante en el libro. Una proclamación de independencia, que advierte que de este lado uno está en su renuncia a todo, en su viaje de fantasía y es un poco el precio de haber partido: “De pronto partí y los dejé a todos solos ¿debo pedir perdón? ¿quién está con ustedes?”. Que en realidad es la búsqueda de una autonomía en el encuentro con el otro, con un otro etéreo, que es la imagen de la fantasía, del goce que te libera, que te define: “Mi aspiración máxima, aunque a nadie interese, era cortar mis cadenas con el alicate de tu boca angulosa y despedirme ya de aquellas reglas de los padres”.
La autonomía implica siempre una relación con el otro, es diferente a ser un eremita. Recordaba justamente lo que Montalbetti explicaba en su conferencia acerca de la teoría del significado basada en las relaciones diferenciales: ¿qué es una montaña? Aquello que no es ni una colina ni un cerro. ¿Y qué es un cerro? Aquello que no es ni una montaña ni una colina y así. El significado se genera por relaciones diferenciales entre los componentes de un sistema, cada uno es importante para establecer el significado del otro, son relaciones necesarias, inseparables, podemos decir que cada palabra es el centro de un sistema y cuando hablas de una estás hablando implícitamente de las otras, porque no puedes otorgarle un sentido a una sin suponer a las demás. Pienso en eso cuando Tilsa dice “Puedo hablar siempre de mí y sabes que estaré hablando de ti”, “donde comienzas tú termino yo”. Lo indivisible es ese sistema en el que ella se ha descubierto y es allí donde hay que afirmarse, donde hay que hallarse. Detrás de todo parece haber una pregunta por quien soy, qué soy, y una respuesta que queda diseminada en todo lo que la rodea. Como todo aprendizaje en la vida, hay que probar para saber: “Ya no eres un niño ni una niña, tampoco has muerto. Debes salir por algo de comer hasta que descubras que siempre estuvo dentro de ti y probarás tu esencia, no podrás parar y luego estarás indigesta”.

HERBOZO Y EL SILENCIO

Si Indivisible era una montaña de las tentaciones, Los Ríos en Invierno es una abadía en el desierto y José Miguel Herbozo es el joven discípulo de algún místico asceta que se ha ido levitando quien sabe a donde. Compré Los Ríos en Invierno atraído por el título y obviamente porque el libro había ganado el primer premio de la Universidad Católica y bueno, no tenía porque aguantar la curiosidad. Había leído antes algunas cosas de Herbozo y me llamaba la atención ver que onda ahora, como ha avanzado la cosa, que anda diciendo por ahí. José Miguel ha publicado Acto de Rito (2003) y Catedral (2005). Los ríos en Invierno es su tercer libro.
Un río en invierno es la imagen de una cosa que fluye en una estación triste. La vida en una temporada fría y lo frío siempre sugiere lo inmóvil, lo que no se mueve, lo que no fluye, lo que no tiene vida. Los ríos en invierno puede verse como un libro sobre ese tránsito complicado de “la vida misma cuando calla”. Una vida de silencio que fluye inerte en espera de ese chispazo que le otorgue sentido a las cosas y que destruya esa melancólica inmersión, ese vacío que a uno lo sume en el silencio, en el no decir, que se ha tornado en conflicto y del que se espera salir: “tu luz cuando apareces de la nada/reviste en el invierno/el cerco nebuloso del deseo”. Ese cerco creo entender es ese horizonte que permite verbalizar y por lo tanto existir en ese encuentro con el sentido, con la claridad, con eso que podría ser una verdad, una guía: “una línea sobre el monte/es el ascenso/un hilo de señales/y proverbios".
No sé si me voy a ir por las ramas pero total siempre lo hago. Esta idea de sentirse como desamparado, como en estado de abandono de esa verdad/dios/certeza que ilumina nuestro rumbo me hizo pensar, por antítesis, en la célebre performance de John Cage: “no tengo nada que decir y mientras lo digo estoy diciendo algo” que de hecho Eielson debió conocer (y estudiar). Obviamente John Cage le da un sentido distinto al silencio, asociado al budismo zen. Pero lo que siempre me ha parecido interesante es que el silencio de Cage nunca es tal porque él mismo supo que el silencio real no existe (existe toda esta historia de su ingreso a una cámara anecoica, donde no se puede escuchar supuestamente nada, si hablas tu voz no se escucha, si golpeas algo no se escucha y estando allí él sintió dos sonidos: uno que era el su sistema nervioso y el otro el de la circulacion de su sangre). El silencio de Cage (su famosa pieza Silence) es un gesto irónico de irrumpir en lo que suena, con algo que también suena, pero que simbólicamente calla y lo genial en él es eso, que consigue purificar, crear un vacío, un punto de inflexión, que es en realidad un gran grito que está diciendo algo, mucho, está diciendo: esto se acaba acá.
Leía Los ríos en invierno y pensaba en eso como alternativa al desasosiego. El silencio de Herbozo es evidentemente de otro orden, es el silencio de lo inerte, de lo inanimado, un silencio que sólo puede ser silencio y nada más, como estar muerto, provocado por la perdida de aquello que le daba el sentido a las cosas. Uno se sume en un estado de deriva, anulado por el alejamiento de eso que nos daba el estímulo. Hay un poema que es realmente conmovedor: Una llave tras los huesos, donde dice: “el horizonte descubre y no remece/lo que salta al escenario sin remedio:/ella silente y hablando, allí a lo lejos y yo para mi casa, que es ninguna parte, /y ella así imitando: lo que nunca acaba/ está hecho para despedazarse/debajo de la tierra, o como un lirio/ convertirse, o geranio en adelante; pero yo no diré nada —estoy callando—”. La patología de estar del otro lado, observando lo que no se puede evitar y el silencio termina creando un lugar de ausencia, una separación, lo que una poeta suicida definía como “un hilo de miserable unión”.
En Los ríos en invierno el otro también hace a uno, la ausencia del otro vuelve a uno un ser ausente también, un ser callado. Pero también es un libro sobre ese tránsito conflictivo en una estación, finalmente es una cuestión de seguir y eso no se puede evitar. Siempre hay esta cosa heracliteana de lo que no permanece, de las aguas del río en las que no te puedes lavar dos veces porque siempre fluyen, como él dice “uno no puede renunciar a lo que está constantemente yéndose o viniendo”. Y uno se pregunta cómo resolver ese estado de crisis, tal vez sea como dice: “en un acto de muerte o de furor”. La poesía, “decir estas palabras”, surge entonces en el encuentro ante ese temor o congoja que nos hace callar. Es finalmente un acto de valentía, algo que nos confronta, como todo acto creativo que se precie de honesto. Eso vale.