Monday, June 04, 2007

Pimball y Hobby

La primera vez que vi una máquina de pimball fue a mediados de los 80s. Probablemente tendría yo cuatro o cinco años y había descubierto, en una de las tantas caminatas que hacía con mi padre, que por la avenida Venezuela, en Breña, había una de estas salas, curiosamente cerca de una pollería de unos chinos a donde siempre íbamos, vendían un aguadito muy bueno, y sus rabanitos encurtidos eran lo máximo, el lugar siempre estaba lleno y nunca olvidaré al enorme gato blanco que tenían de mascota, tanto habría comido que la verdad de lo gordo no podía moverse, siempre lo veía recostado.
Pero bueno, de ahí parábamos un rato en la sala de Pimball. Recuerdo muy vagamente el pac man y el juego de carros, este último era el que más me gustaba, aunque a esa edad supongo que no me importaba mucho si llegaba o no a algún lugar mientras jugaba, ya que este juego, como años después comprobé, sólo duraba unos minutos, por más que no te choques nunca, la ficha sólo valía para una carrera.
Cuando regresé a Lima en el 88, luego de dos años de vivir en Arequipa, me había olvidado por completo de los juegos de Pimball. Por aquella época, sin embargo, un amigo de mi papá había iniciado un negocio de construcción de estas máquinas. Había comprado una (creo que en la feria del hogar), la había desarmado y había comprendido como funcionaba la cosa por dentro. Así fue que empezó a fabricar reproducciones de estos aparatos, construía sólo el chasis y se conseguía pantallas de televisor viejas, lo demás lo traía por importación. Así hizo bastante dinero abriendo salas de Pimball por todo Lima, convirtiendo a su pequeño hijo (qué será de él) y a mí, en unos verdaderos adictos a estas diabólicas máquinas. Y es que las visitas a su fábrica de Pimball fueron experiencias que no puedo comparar con nada. Para un niño de 10 años tener una bolsa con cerca de 500 fichas y cerca de 15 máquinas a disposición era una cosa de sobredosis, el asunto se tornaba realmente enfermizo. Pero a la vez estar allí me convertía en un jugador muy raro, diferente a como podría serlo en cualquier sala de pimball, lugares a los que por cierto siempre iba y me quedaba horas luego del colegio (visite salas en Miraflores, en San martín de porres, en el Centro de lima, en Mirones, etc), antes claro de la aparición del super nintendo y de la llegada del top gear y todo eso que ya es otra historia. Y bueno el caso es que a diferencia de las salas habituales de Pimball, en la fábrica podía irme de largo y darme algunos lujos, probaba cosas, formas de pelea, con uno y otro jugador, truquitos, jugaba con dos jugadores a la vez (me turnaba los mandos) y claro perder había dejado de tener sentido, la competencia también, tanto mi compañero y yo estabamos absorbidos y podíamos añadir tantas fichas como quisiéramos y continuar los juegos las veces que quisiéramos, así hasta que llegara la noche y mi papá gritara mi nombre desde el portón de la salida y me liberara de ese mundo de dos dimensiones que habían convertido a mis ojos en dos esferas rojas desorbitadas. Nos íbamos en micro hasta la casa, yo seguía en otro mundo, no hablábamos, pero sabía que él estaba contento.


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Hay lecturas que marcan nuestra infancia. No sólo libros, sino también diarios, cartas, historietas, etc. Recuerdo que en la casa de mi abuelo paterno había un armario repleto de revistas antiguas, mexicanas y argentinas. De las revistas mexicanas recuerdo una serie de historias gráficas llamadas “Vidas Ejemplares” y “Leyendas de América”, estas últimas eran las que más me gustaban pues fueron mis primeros acercamientos literarios a las historias de horror. Conservo nítidamente muchas historias en mi memoria y las noches en las que me pasaba leyéndolas, dejando incluso de lado la televisión y los juegos de lego. Eran inacabables, deben haber habido en ese armario cerca de 500 revistas o más.
Pero el recuerdo que ha venido últimamente a mi mente es el de una revista argentina llamada Hobby donde te enseñaban a reparar y construir cosas para la casa. Me gustaba mucho ver el diseño de los avisos pero honestamente el contenido no era algo que me entretuviese demasiado sino una historieta que venía en la última página. Era la historia de un señor que siempre estaba inventando cosas raras, muy excéntricas, que no se sabía exactamente cual sería su función. De todos sus inventos el más absurdo que recuerdo fue un lapicero que podía escribir y borrar al mismo tiempo. Cuando este inventor terminó de construirlo saltó de la felicidad pues había pasado no sé cuanto tiempo tratando de hacerlo funcionar. Lo primero que hizo fue ir donde su hijo para contarle y decirle que con ese lápiz podía ahorrar mucho tiempo. El hijo con un rostro escéptico, le dijo a su padre –“¿un lápiz que puede escribir y borrar a la vez? Está bien, pero, ¿para qué sirve?” El padre desmoralizado fue hasta su taller nuevamente y arrojó el invento en la papelera de basura en donde podían verse algunos otros objetos, probablemente inventos descartados también. Desde ese momento ese inventor loco se convirtió en mi héroe.