Thursday, January 26, 2006

Algunas ideas sobre el noise en Lima

Me queda la espina atravesada por soltar una idea tan polémica y tendenciosa y no argumentarla como se debe o al menos no intentar hacer una reflexión más digna. Intentaré redimirme. Para ello sería conveniente recordar algunas cosas que escribiera el recordado Sigfrido Letal en el año 86 en la desaparecida revista El Zorro de abajo. El artículo llevaba por título “¿Quién le teme a los rockeros subterráneos?” y fue escrito en el contexto de una polémica respecto a la legitimidad del movimiento subterráneo de hardcore punk, que él defendía. Decía Letal:

“Digamos que son las cinco de la tarde y nos hallamos en una esquina del Cercado. Paredes grises y descascaradas contrastan con el incesante flujo de los multicolores emblemas de las líneas de microbús. Gente que sale apurada de la oficina: en la calle las veredas están repletas y desbordadas por transeúntes fatigados e irritables. Embotellamientos, desorden, estridencia de claxons y ambulantes ofreciendo sus productos; alguien es víctima de un escapero y sus gritos de auxilio rebotan hasta perderse en los rostros indiferentes de la muchedumbre. Lima.
Imaginemos que hemos seguido caminando con las pequeñas multitudes que se agolpan al filo de la vereda para cruzar la pista. Así, a la espera de la luz en el semáforo, será posible apreciar el generoso intercambio de insultos entre un cobrador de la línea X y un pasajero poco dócil que habla de sardinas y algo relacionado con el respeto. Quizás también el silbato de un guardia, la aguda voz de un niño cantor, el tronante paso de vehículos con el escape roto, el motor cayéndose a pedazos, podrían llamar nuestra atención. Pero acerquémonos más, repito, es Lima, una metrópoli cualquiera en América Latina: concentración urbana, miseria, caos, violencia, ruido.
Ruido. Y no sólo el centro de la ciudad; distritos populosos que lo rodean poseen asimismo, y en oportunidades alcanzan cotas insospechadas, de bullicio y violencia. Esto, sin mencionar la violencia que proviene de la política: granadas, petardos, balazos y sirenas.
Diferente es lo que ocurre en barrios residenciales: allá todo es frío y silencioso, las calles están desiertas —en sectores de Camacho, La Molina o Monterrico ni siquiera hay veredas— y en sus zonas comerciales apenas si resalta el ronroneo de las modernas cajas registradoras. Aún en sus picos de efervescencia social (comercial), la moderación —signo inequívoco de “buena educación”— aplica su reluciente guillotina para cortar cualquier exceso que pueda parecerse a la vulgaridad y estridencia de las clases bajas. Pues son ellas las que se visten con “colorines”, discuten como “placeras” y gritan como “callejoneras”.
Y si música es, en rigor, organización de sonidos, habría que ver con qué banda sonora se crece y se vive cotidianamente; ello permitiría determinar, junto con otras instancias que intervienen en dicho proceso, las sensibilidades musicales que coexisten legítimamente en la urbe”


Disculparan que pegue un texto tan largo pero quería que la imagen que Letal ofrece se entienda lo mejor posible (el texto es mucho más extenso, los interesados pueden pedirme una copia y se las haré llegar). Su idea de “banda sonora con la que se crece” es lo que justifica la aparición del movimiento subte, lo que le da a ésta su valor como una reacción totalmente legítima. Y lo del ruido no es sólo una cuestión enteramente física, en el fondo lo que Letal dice es que es en la capacidad como testimonio, como registro, como documento fiel de una época, de una realidad, donde el lenguaje subte se articula de forma absolutamente auténtica. El ru(g)ido de la ciudad está en los subtes.
Pero bueno, eran los años 80. Lima no es la misma. En algunos aspectos ha mejorado, en otras ha empeorado, en otras sigue exactamente igual. Lima, no ha dejado de ser la ciudad ruidosa que es, basta que camines por el centro de la ciudad y te espantará el ruido de los claxons, las miles de radios encendidas en las tiendas, gente caminando, desesperada por comprar, desesperada por vender, gente apurada por llegar a su destino, choferes compitiendo por un pasajero. Y Lima ha crecido, el mal se ha expandido, la invasión del ruido ha llegado a distritos más pudientes. En Miraflores y San Isidro se exhiben carteles con imágenes de niños tapándose los oídos, avisos que quieren evitar las avalanchas de sonido. Lima es más grande y caótica, más compleja y hostil. Aunque las noches son más tranquilas que aquellos años. Ya no hay peligro de coches bombas ni apagones. Han aumentado la cantidad de discotecas, han inundado el sur de la ciudad, los conos, las zonas céntricas. Todo los sábados miles de jóvenes se agitan en algún lugar. Y todo parece estar bien, al menos mientras dure el sudor y las cervezas. La militancia política, los discursos, también son cosas del pasado. Con motivo de las próximas elecciones más de un programa de TV ha salido a preguntar a los jóvenes cuál es su candidato favorito, qué piensan en general, en quién creen. Las conclusiones son alarmantes: un alto porcentaje de No sabe No opina. A los jóvenes limeños no les interesa la política.
La historia política del Perú de los últimos quince años es digna de una novela fantástica y de una novela de terror. Las dudas lo asaltan a uno todo el tiempo, la incredulidad es un derecho acaparado, y lo que es peor parece que ya ni alcanza.
Tengo la impresión que es por allí por donde se mueve el asunto. La aparición de una gran cantidad de proyectos de noise, a lo largo de los últimos 15 años tiene que ver de alguna manera con eso. Traducen esa informalidad y ese caos que define el entorno que los rodea, que puede estar en Miraflores o en el Centro. Pero, como dijo un gran crítico de rock: “lo verdaderamente radical en estos días es desconfiar de las posibilidades de transformación que tiene el ruido”.
Y sí pues, los tiempos han cambiado. De ahí que lo que hacen bandas como Zetangas, Liquidarlo Celuloide, Lunik o Jardín, por citar las más interesantes del ámbito local (a mi juicio), sea apelar a cierta intensidad distinta a la que por ejemplo tenían las bandas punk limeñas de los 80s. No es el ruido como afrenta al oyente, no es el ataque ni la intransigencia lo que tiene un papel primordial sino el ruido como una vía de escape, como construcción de un mundo donde se resuelven ciertas fantasías. Es como si de pronto sea más interesante hoy en día hacer de la abstracción una especie de libro de respuestas. Ya no decir nada, sólo dejar que la música sea, exprese, traduzca todo aquello que sentimos. Y si es posible que en ese proceso por más efímero que sea, encontrar alguna satisfacción. ¿Y sobre el cambio, la transformación? Pues al menos no haciendo ruido, quizá justamente haciendo todo lo contrario. Y en la medida que exista esa desconfianza en esa posibilidad del ruido como transformador entonces está bien, hay algo ganado. Lo legitimo en nosotros no sólo debiera ser obedecer a la banda sonora con la que crecemos sino también cuestionarla, y saber qué historia está detrás de ella.